Tras un largo proceso parlamentario, España aprobaba recientemente la Ley de Prevención de las Pérdidas y el Desperdicio Alimentario, convirtiéndose así en el tercer país europeo en disponer de un marco legal para tratar de reducir un problema que tiene un claro impacto económico, social, medioambiental y, también, reputacional.
Justamente por ello, la cadena de valor agroalimentaria debería observar esta ley -en la que el sector hortofrutícola tiene un importante papel- como una buena oportunidad para identificar y tratar de eliminar aquellas ineficiencias que conllevan pérdida o desperdicio de producto -con el consiguiente impacto económico-, así como para alinearse con los valores de un consumidor que ya ha convertido la lucha contra el desperdicio en uno de sus compromisos sociales.
De hecho, según el segundo Barómetro del Desperdicio Alimentario que AECOC ha realizado en colaboración con Phenix, el respaldo social a la lucha contra el desperdicio es claro: el 95% de los consumidores apoya la ley y valora especialmente que la industria, los supermercados y los restaurantes adopten medidas para combatir el desperdicio de alimentos.
Consciente de ello, el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación lidera la implementación de un marco normativo que no sólo visibiliza un problema que afecta a todos los eslabones de la cadena de valor, sino que también promueve la implicación activa de todos los actores involucrados: empresas, administraciones públicas y ciudadanos. Este hecho es sumamente importante, ya que combatir el desperdicio exige abordarlo como una cuestión de cadena, y no sólo de algunas de las partes.
Así lo contempla la nueva ley, que incluye obligaciones para todos los agentes: operadores pertenecientes al sector primario -incluyendo cooperativas y demás entidades asociativas-, entidades o empresas de elaboración, fabricación o distribución de alimentos, comercios al por menor, empresas del sector de la hostelería o la restauración y otros proveedores de servicios alimentarios; sin olvidar a las entidades del tercer sector y a las administraciones públicas.
La ley afecta a todas las empresas agroalimentarias, a excepción de las microempresas y pequeñas explotaciones agrarias, es decir las que tienen menos de diez trabajadores y un volumen de negocio anual o balance general no superior a los dos millones de euros.
El resto de empresas agroalimentarias deben aplicar una jerarquía para el tratamiento de los alimentos que contempla, en primera instancia, la prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario, incorporando la transformación de los productos agrarios o alimentos que no se han vendido, pero que siguen siendo aptos para el consumo humano, en otros productos alternativos para consumo humano.
Y, en el caso de que las medidas de prevención no sean efectivas, seguir un orden de prioridades que contempla, por este orden, la donación de alimentos y su redistribución para consumo humano, su derivación y uso a alimentación animal o su utilización como subproductos en otra industria.
En caso de que ninguna de estas opciones resulte posible, y ya como residuos, la ley establece que los alimentos descartados se deriven al reciclado y, en particular, a la obtención de compost y digerido de máxima calidad para su uso en los suelos con el objetivo de producir un beneficio a los mismos y, en su defecto, para la valorización energética mediante la obtención de biogás o de combustibles.
Además, todos los operadores del sector primario, las empresas productoras y elaboradoras y los comercios de más de 1.300 m² tendrán dos obligaciones adicionales: contar con un plan para la prevención de las pérdidas y el desperdicio alimentario que detalle cómo aplicará esa jerarquía, y promover acuerdos o convenios para donar sus excedentes de alimentos.
Este último punto es el que plantea, sin duda, uno de los mayores desafíos, ya que exige potenciar y desarrollar una red sólida de entidades receptoras de alimentos por toda la geografía española que tengan además la capacidad de poder recibir, transportar, conservar y redistribuir los alimentos en perfectas condiciones y con todas las garantías de seguridad alimentaria. Esto, que puede parecer relativamente sencillo para cierto tipo de empresas y en determinadas zonas del país, se complica mucho en pequeños municipios, en ciertos períodos del año y, en especial, para la redistribución de productos frescos, refrigerados o congelados.
Según el Pulso al sector de Frutas y Hortalizas realizado por AECOC entre una importante muestra de compañías, el 9% de ellas sitúa el cumplimiento de la ley de prevención de la pérdida y el desperdicio de alimentos como su principal preocupación con respecto al marco regulatorio. Es un dato muy inferior al de otras normas (en especial a la del Real Decreto de Envases y Residuos de Envases), pero aun así es un toque de atención que debe hacernos reflexionar sobre el hecho de que la entrada en vigor de esta ley supone nuevas obligaciones que requieren tiempo, claridad normativa y acompañamiento técnico.
Por ello, en AECOC consideramos fundamental que se definan aspectos como qué debe incluir el plan de prevención y reducción del desperdicio que van a tener que elaborar la mayoría de las empresas o de qué manera deberán reportar información en caso de serles requerida. Además, va a ser necesario intensificar la formación, en primer lugar, para dar a conocer la norma y, en segundo, para ayudar a un tejido empresarial muy heterogéneo a desarrollar las líneas de trabajo necesarias para el buen cumplimiento de la misma; tratando además de integrar estas nuevas exigencias sin añadir trabas innecesarias al funcionamiento diario de las empresas.
No hay que olvidar que este esfuerzo debe ir acompañado también de una importante labor de pedagogía hacia el consumidor, ya que, aunque las empresas deban focalizarse en las fases previas a la comercialización, los mayores porcentajes de desperdicio del conjunto de la cadena se registran en el ámbito doméstico. De hecho, buena parte de los alimentos que terminan en la basura lo hacen por una mala planificación en el hogar, por el descarte de productos en base a criterios estéticos, por desconocimiento con respecto a la diferencia entre fecha de caducidad y de consumo preferente, etcétera. Por eso, es clave que la ciudadanía entienda y adopte buenas prácticas como la compra de productos “feos” -cuya venta figura en la ley como una buena práctica para los comercios- o de productos rebajados con fecha cercana de caducidad o consumo preferente.
La Ley de Prevención de la Pérdida y el Desperdicio Alimentario llega a nuestro país no sólo con el consenso de la clase política, sino también con un importante apoyo social. Por ello, no debe percibirse como una imposición, sino como una oportunidad para optimizar recursos, reducir costes en bases a prácticas más eficientes y, al mismo tiempo, contribuir a una importante labor social porque, tras el desperdicio alimentario, no sólo hay una pérdida económica o un problema medioambiental, sino una invitación a gestionar los alimentos de un modo más responsable.
Cada alimento que se desecha pudiendo haberse aprovechado es una oportunidad perdida y un fracaso colectivo en un sistema que aspira a ser justo y sostenible.