La evidencia de los cambios que el clima está generando en la agricultura es de tal envergadura, que, en bastantes casos, podría llegar a ser limitante para mantener esa actividad en nuestros campos.
La acción negativa se percibe sobre diferentes frentes:
El propio cultivo, que ve alterados sus ritmos de brotación, crecimiento, floración, fructificación, pudiendo llegar a ser improductivo o no rentable, o acabar siendo un cultivo inadaptado a las condiciones del entorno.
El comportamiento de plagas y enfermedades, que son favorecidas por condiciones climatológicas singulares y amenazan de forma severa a los cultivos y sus cosechas, cuando anteriormente no era así.
La emergencia de nuevos problemas fitopatológicos, no presentes en la zona y que se ven favorecidos por las nuevas condiciones climatológicas, amenazan también de forma muy severa los cultivos y su rentabilidad.
La no disponibilidad de herramientas de protección adecuadas y adaptadas para las situaciones de emergencia generadas por las condiciones anteriores, dejan al agricultor indefenso frente a los problemas emergentes.
La demanda de agua y otros insumos, que, al verse incrementada por razón de las nuevas condiciones, limitan la rentabilidad del cultivo y su mantenimiento por parte de los agricultores.
Algunos de los cambios que se proponen para superar la situación implican procesos caros y lentos de puesta a punto y adaptación, como son la búsqueda y obtención de nuevas variedades que soporten las condiciones adversas sobrevenidas, sin mermas ni problemas en la producción, la adaptación de las técnicas de cultivo, manejo, poda, estructuras de protección, etc., que ayuden a superar las adversidades climáticas, precisan tiempo para su aplicación.
El uso de técnicas de edición genética, que permitan la búsqueda de variedades resistentes o tolerantes a las condiciones climáticas adversas, a las nuevas plagas, al déficit hídrico o a la precariedad de los suelos, no acaba de desarrollarse y autorizarse en la UE con la misma diligencia que está haciéndose en otras partes del mundo.
Otros cambios que se demandan por el sector tampoco parece que vayan a sustanciarse rápidamente ni con diligencia: la pérdida de materias activas disponibles para el conjunto de plagas y enfermedades, y de manera especial, la no disponibilidad para las emergentes, deja en un estado de indefensión total al agricultor y limita su capacidad de superación del conflicto.
La acumulación de estos elementos sobre nuestra agricultura tiene una consecuencia a medio plazo bastante grave, y es la pérdida del tejido productivo a nivel local, con las mermas correspondientes para la zona, la región, el país, y a nivel más global, para la UE, favorece la pérdida de la soberanía alimentaria, al dejar de producir alimentos básicos que tendrá que adquirir y traer de otras áreas de producción más lejanas, con el consiguiente encarecimiento del transporte, la contaminación asimilada y la dependencia de cuestiones políticas que eventualmente podrían limitar o prohibir el suministro.
Por todo ello, los europeos deberíamos tomar más empeño en valorar el desafío del cambio climático y su efecto sobre la producción de alimentos, apoyando la ciencia para facilitar su estudio y la búsqueda de soluciones eficientes a los problemas que nos está planteando ya y a los que previsiblemente nos plantee en un futuro inmediato. Igualmente, la Administración debería apoyar el desarrollo y la divulgación del conocimiento necesario y facilitar la disponibilidad de herramientas adecuadas y suficientes que ayuden a superar la situación.
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