A pesar de la importancia económica que tiene el sistema agroalimentario en la economía española (similar al turismo o al sector del automóvil en términos de PIB y de exportaciones), solemos menospreciarlo. Tal vez sea porque su base, el sector primario, se desarrolla mayoritariamente en zonas rurales, tal vez porque hemos asociado el abandono de estos sectores con la modernidad. Lo cierto es que en general no es un sector en el que mucha gente desee trabajar. Unos padres preferirán que sus hijos trabajen en el turismo antes que en la agricultura, incluso si esos padres son agricultores.
Casi todos los estudiantes de economía o ramas afines deben recordar de sus primeros días de clase la paradoja de los diamantes. La explico: todos estaremos de acuerdo que el precio de un diamante es superior al de un vaso de agua y en que, puestos a elegir, preferiremos los diamantes sobre el agua. Sin embargo, si estamos en medio del desierto y llevamos dos días sin beber una gota de agua, nuestra decisión será radicalmente distinta. Todos elegiremos el agua, porque se puede vivir sin diamantes, pero no sin agua. De esta manera se traslada a los alumnos que no es lo mismo precio que valor. El primero lo pone el mercado (cuando este existe), y el segundo es un factor intrínseco.
Pues bien, en estos días, estamos viendo como muchos empleos que tienen salarios bajos y que a priori podrían parecer de bajo valor, se nos han desvelado como cruciales para el funcionamiento de nuestra sociedad. Por ejemplo, aquellas personas que nos atienden en la caja del supermercado, en el puesto de la plaza, o las que no vemos, pero que hacen que los alimentos lleguen a los estantes desde el campo y las industrias transformadoras o, más lejanas aún, las que día a día atienden sus explotaciones agrícolas y ganaderas o salen a pescar en sus barcos. Todas esas personas que ganan individualmente menos que el director general de Google son necesarias para nuestra vida, mientras que el señor director general de Google es accesorio. Sin los primeros no podemos vivir, sin el segundo sí.
Nuestro sector de las frutas y hortalizas, que ya demostró una solidez y fortaleza inesperados en la anterior crisis, funcionando en amplias zonas del país como un colchón de seguridad y como un reducto de competitividad exterior, ahora está volviendo a mostrar su compromiso con los tiempos difíciles. Muchos hombres y mujeres acuden a las explotaciones, a los centros de manipulado, a las empresas de transformación; se suben a los camiones y furgonetas para distribuirlas por los puntos de venta, y finalmente muchos también atienden a pie de tienda a los compradores que acudimos a surtir nuestra despensa para continuar el confinamiento. De pronto nos han demostrado a todos, de manera cristalina, que son realmente imprescindibles.
Y, ¿qué cabe esperar cuando todo esto pase? La situación económica general en el día después del confinamiento será terrible. El paro se habrá vuelto a poner por las nubes, las empresas volverán a tener el fantasma de la quiebra muy cerca. Muchas de las que han cerrado por el virus, ya no volverán a abrir; y otras tendrán que vadear el desastre merced a la financiación, las ayudas y la imaginación. El sector de las frutas y hortalizas, sin embargo, seguirá casi tal cual (digo casi, porque el descenso del consumo que se espera en la crisis también le afectará). La mayor parte de las empresas seguirán en pie, su capital humano habrá demostrado una vez más su capacidad para sobrellevar las crisis, mientras que el resto de la sociedad tendrá otras cosas urgentes en las que pensar.
Como digo, de cara a ese día después, el sector no habrá cambiado mucho; es posible incluso que no vaya a cambiar más de lo que ya venía siendo tradicional. Eso sí, el avance de la digitalización será mucho más rápido, ya que el confinamiento está suponiendo un máster a gran escala sobre la utilización de las nuevas tecnologías. Posiblemente también tendremos que reajustar los márgenes a lo largo de la cadena, porque los consumidores van a disponer de menor poder adquisitivo.
A lo mejor el sector logra, junto con toda la cadena alimentaria, que esta sociedad tan tecnificada y digital haya aprendido que valor no es lo mismo que precio, y que disponer de una riqueza productiva como la que tiene España en alimentos es un valor en si mismo, más allá de los porcentajes de PIB (que también los tiene). Y tal vez ese nuevo conocimiento facilite que dicha sociedad sea más comprensiva con el campo y sus necesidades.
Y, en el peor de los casos, el día después del corona virus la agricultura española habrá demostrado una vez más, que a la hora de resistir pocos sectores hay que lo hagan igual, si acaso el de la salud.