Este artículo fue publicado originalmente en EL PAÍS.
Isidro Manuel Martín conduce una furgoneta con la parte de atrás llena de los plásticos que se utilizan aquí para recolectar plátanos. Lleva la camiseta manchada de tierra y de ceniza del volcán. Aguarda al volante en una cola exasperante de decenas de coches y de camiones parados que tratan de entrar en la zona suroeste de la isla de La Palma, pegada al mar, amenazada por la trayectoria de la lava del volcán y desalojada por peligrosa desde el domingo. Todos intentan pasar el control de la policía y la Guardia Civil.
Cada uno tiene una razón: el abogado Alfonso Montesdeoca posee su segunda residencia en la localidad turística de Puerto Naos, y quiere acceder a ella, ver si todo está en orden, llevarse en el viaje una nevera y cerrar después la puerta hasta que vengan tiempos mejores. Ha mirado el posible recorrido que trazará la montaña de lava y cree que su casa se salvará. Pocos coches detrás, Isidro Manuel, el cultivador de plátanos, cuenta que presenció desde la ventana cómo reventaba el volcán el domingo, enfrente de su casa, y vio cómo saltaban los árboles. “Yo ya supe que perdía la casa”, explica.
La perdió. “La casa, la viña, la bodega, todo”, explica, sin dejar de mirar el frente de la carretera. Y ahora, en cuestión de días según se acelere o se frene la montaña de lava, pulverizará, según sus previsiones, su media hectárea cultivada. “Mi vida entera se la está llevando por delante este volcán”, dice. “Y ni siquiera he terminado de pagar la finca”. La segunda casa del abogado se salva. La finca hipotecada del agricultor desaparece. Así funciona la rifa siniestra que opera en esta parte de la isla de La Palma desde que el volcán entrara en erupción.
La lava del volcán tritura en estos momentos el barrio de Todoque, en Los Llanos, más al norte. Cuando sobrepase esta zona, se encontrará, en los dos kilómetros y medio que le separan del mar, con una sucesión de fincas y granjas, la mayoría plataneras, que aprovechan el clima húmedo y caluroso de esta parte de la isla. Ahora, la montaña de lava se desliza muy lentamente, a aproximadamente cuatro metros a la hora. Es un movimiento casi imperceptible, pero suficiente para aplastarlo todo. A este ritmo tardará semanas de agonía en llegar al mar. Pero nada impide que acelere el paso. Puede que los días que vienen encuentre un terreno con más pendiente, o que el volcán expulse más material, o que encuentre menos impedimentos.
Isidro Manuel hace sus propios cálculos “¿Aún está en Todoque?”, pregunta, refiriéndose, sin nombrarla, a la montaña de lava. Y cuando confirma la respuesta se dice que, si los controles de la policía o la Guardia Civil se lo permiten, podrá recolectar la cosecha, la última cosecha de plátanos. “¡Es una desgracia¡”, le dice alguien al lado. “No”, responde, “es la ley de la naturaleza”, añade, con fatalismo, con amargura.
Sin redes de riego y las canalizaciones dañadas
Son muchos los agricultores de la zona que estos días tratan de salvar lo que pueden. La Palma es la segunda isla canaria en producción de plátanos, por detrás de Tenerife. Pero hoy ya hay redes de riego que no funcionan por el volcán, las canalizaciones irán a peor a cada momento y cada vez será más difícil moverse por este lado de la isla, sujeta a controles y cortes de carretera.
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En una camioneta avanzan, sentados en el asiento delantero, un padre y un hijo y un empleado. El padre y el hijo se llaman de la misma manera: Andrés Concepción. Uno tiene 61 años y tenía 11 años cuando estalló el volcán Teneguía y aún se acuerda de que le precedieron meses de temblores continuados de tierra. Su hijo tiene 29 años y no olvidará el domingo pasado en que su vida y la de su familia comenzó a hacerse trizas. Los tres intentan hoy pasar el control de la policía para ver cómo están las tres hectáreas de plátanos. Si siguen vivas. No saben si la lava se las va a destruir. No saben si el seguro se lo pagará si esto sucede. Se encogen de hombros ante la pregunta. En teoría, el Consorcio de Compensación de Seguros se hará cargo de las pérdidas, pero los tres desconfían. “A saber cuándo llegan las ayudas a las casas o a las tierras”, dice el padre. Luego añade, señalando el parabrisas del coche, manchado como todo en esta parte de la isla, de una ceniza negruzca y pegajosa: “Nos han dicho que la ceniza puede ahogar las plantas, que tal vez las encontremos ya estropeadas”.
Cada atardecer, en La Palma, un centenar de personas sube a la montaña de La Laguna, situada a varios kilómetros del volcán. Desde allí, observan en perspectiva las llamaradas de cientos de metros de alto y escuchan sobrecogidos su ronquido casi continuo. Desde allí también se aprecia muy bien el avance de la lava, su reguero oscuro y las casas y las granjas que se interponen en su camino hacia el mar. En la cumbre de esta montaña hay fotógrafos de prensa con sus trípodes, turistas de fenómenos naturales o personas fascinadas por la visión de un volcán en erupción en lejanía. El pasado martes había también tres hombres de la zona, con pinta de agricultores, que con unos prismáticos miraban hacia la montaña de lava y su forma caprichosa de repartir la suerte y la desgracia:
–Y después de esa casa, vendrá la de Justo.
–La casa de Eurípides escapó.
–No, no escapó. La cogió. Mira.