«La pandemia ha puesto la alimentación en el centro, alineada con la salud»
Fernando Faces, profesor de San Telmo Business School.
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Lo peor de la pandemia ya ha pasado y, en el caso concreto de España, el proceso de vacunación ha sido de los mejores en Europa, de ahí que la economía se haya empezado a normalizar con mayor rapidez que en otros países. Sin embargo, en esta salida de la crisis sanitaria nos hemos encontrado con una situación que no esperábamos: por un lado, un crecimiento potentísimo del consumo, fruto de la demanda embalsada durante los meses de confinamiento, pero que ya está estabilizándose; por otro, una oferta limitada por la desaparición de muchas empresas, la falta de inversión y la rotura de las cadenas de suministro, que han provocado una inflación que nadie imaginaba.
Todo ello, evidentemente, va a ralentizar la recuperación y, es más, la inflación ya está impactando en la economía; primero, perjudicando la renta de los consumidores y, en segundo lugar, afectando a los márgenes de las empresas en general, y del sector agroalimentario, en particular.
Es curioso, pero en 2020, la agricultura fue el sector económico que mejor se comportó, el que menos sufrió y mantuvo su renta, en comparación con los demás. Pero ya está empezando a sufrir las consecuencias y ahora difícilmente podrá recibir ayudas. El dinero público se ha acabado y, es más, el endeudamiento del Estado está cerca del 120%. Además, el consumo se está desacelerando, los costes están disparados y la inflación es altísima.
Llegados a este punto, es conveniente matizar que es precisamente la inflación la que está salvando a las grandes superficies con la subida de los precios. Sin embargo, de momento, el sector agroalimentario aún no ha podido trasladar ese incremento de costes a precios, aunque lo hará. Su capacidad para hacerlo ha sido siempre muy limitada, y lo es más ahora.
Las grandes superficies siempre han competido entre ellas bajando los precios y, en estos momentos, la lucha se centra en no subirlos -a pesar del aumento de costes- para seguir repartiéndose la tarta de un consumo que se está desacelerando. También debemos tener en cuenta que estos traslados de costes a precios no se producen de forma repentina: ya lo están intentando las grandes cadenas, luego lo harán los fabricantes con mayor poder de negociación -y dimensión-; y los últimos en reaccionar serán los agricultores.
Es ‘vox populi’ en este sector que los precios se construyen de arriba hacia abajo, pero la realidad es otra y solo una: impera la ley de la oferta y la demanda. Y mientras la demanda está muy concentrada, la oferta, que son los agricultores, no lo está. Mientras la oferta continúe atomizada, lo máximo que podrán hacer los distintos gobiernos es proteger las relaciones contractuales, haciéndolas más equitativas y justas, pero nunca intervenir sobre los precios. Esto último, en una economía de mercado, es impensable.
La nota de color entre tanto gris es que, al menos de momento, la crisis sanitaria no ha derivado en una crisis financiera como la de 2008. Aun así, son varias las líneas en las que sería conveniente trabajar en este 2022:
- Planificación y estructura financiera sólida.
- Digitalización, de modo que se reduzca el coste de los procesos, se hagan más eficientes y nos permitan adaptarnos a los cambios producidos en la demanda.
- Acercar el suministro al consumidor. Y es que, si algo ha puesto de manifiesto la pandemia es que no podemos tener subrogadas a otros países cuestiones tan importantes como el aprovisionamiento de alimentos y la seguridad alimentaria.
- Ser más rigurosos en el cumplimiento de la normativa comunitaria en cuanto a calidad y sanidad de los productos. No podemos cerrar las fronteras, pero sí ponernos en nuestro sitio y exigir a todos los orígenes el mismo rigor.
Si algo bueno ha tenido la pandemia es que ha puesto la alimentación en el centro, alineada con la salud. Aprovechémoslo para equilibrar la injusta situación que viven los agricultores.