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Un momento decisivo para la agricultura europea

Por David Uclés, profesor de ISAM y economista agroalimentario.

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Acabamos de dejar atrás la COP 27 con una pobre cosecha de avances. Apenas un vago acuerdo para dotar un fondo de compensación para los países en vías de desarrollo, quienes están sufriendo con mayor intensidad los estragos derivados del calentamiento global –en gran medida por su atraso socioeconómico–, y a los que difícilmente se les permitirá desarrollarse de la misma forma en la que lo hicimos los países más desarrollados –sin miramientos en lo que al deterioro medioambiental se refiere–.

Y digo que el acuerdo es vago porque no he sido capaz de encontrar ni el importe del fondo, ni los plazos para su desarrollo ni, por supuesto, compromiso alguno por parte de posibles donantes. De hecho, la declaración dice textualmente: «Highlights the role of the Least Developed Countries Fund and the Special Climate Change Fund in supporting actions by developing countries to address climate change, welcomes the pledges made to the two Funds and invites developed countries to further contribute to the two Funds»[1].

En la Unión Europea, sin embargo, hemos realizado avances importantes en nuestros compromisos de futuro. El más relevante es lograr una economía neutra en carbono para el año 2050. Para ello estamos preparando nuestra industria y dotando fondos de apoyo para la transición a una economía de cero emisiones a todos los niveles, desde la producción, distribución y consumo de energía –componente primordial– hasta la movilidad de personas y mercancías.

Es, por tanto, lógico que nuestro compromiso alcance también al sector primario. Un sector que socialmente se asocia a grandes cantidades de emisiones, sobre todo de origen ganadero. Sin embargo, siendo cierto que es fuente de emisiones, también lo es que puede contribuir a captar y retener carbono con sus estrategias de cultivo y con cambios en el manejo tanto de animales como de plantas.

De ahí que la PAC se esté volviendo cada vez más verde –hay diversidad de opiniones en cuanto a la conveniencia de la velocidad del cambio–. En sucesivas reformas ha ido generando nuevos instrumentos encaminados a este objetivo. Es decir, no debería tomar por sorpresa a nadie esta dirección, esta tendencia. Se veía venir. Lógicamente, planificar un cambio que en algunos sectores o territorios puede llegar a ser radical, y hacerlo para un sector tan variopinto y extenso como es el europeo, va a dar lugar a multitud de sinsentidos y problemas. Pero estos se irán limando y, si el rumbo continúa siendo el mismo, las próximas reformas de la PAC irán aún más encaminadas al objetivo. Nos hemos propuesto tener una de las agriculturas más ecológicas del mundo, respetuosa con el medioambiente, con las propias plantas y animales, con el suelo, la biodiversidad y la salud de los consumidores.

Esta transición se encuentra en este momento con varios problemas de fondo, que son bastante comunes a casi todas las agriculturas europeas.

La peor coyuntura
Los problemas generados por la pandemia, con un alza explosiva de los precios de las materias primas, agravada posteriormente por la invasión rusa de Ucrania, mantienen al sector en una delicada situación. Energía, piensos y fertilizantes, materias primas esenciales, no solo se han encarecido de forma sustancial, sino que incluso se están viendo sometidas a problemas de suministro. Los aumentos de costes tan rápidos y sucesivos difícilmente son trasladables a los consumidores en los mismos plazos e intensidades. Y menos en una situación en la que la inflación se ha convertido en el principal enemigo a batir por parte de los gobiernos y siendo la cesta de la compra básica el principal frente de esta batalla.

Además, la sequía y los fenómenos meteorológicos extremos han mermado las producciones europeas de los principales cultivos, aumentando la presión sobre los precios de los alimentos.

Dicho de otra forma, las inversiones que son necesarias para transformar el sector agroalimentario se mezclan con la realidad de una complicada coyuntura en la que los márgenes comerciales se reducen sustancialmente, y hasta desaparecen en determinados sectores y tipologías de explotaciones.

Problemas estructurales
Pero es que, además, existe una serie de factores estructurales que vienen a complicar aún más la transformación.

El primero de ellos es la elevada edad media de los agricultores –en España, de 64 años– que obviamente dificulta los procesos de inversión, dado el relativamente corto horizonte temporal del mantenimiento de la actividad. Pero también es un inconveniente a la hora de introducir algunos de los cambios relacionados con las tecnologías avanzadas, en las que muchos de estos agricultores no se sienten cómodos o, directamente, no las entienden.

Enlazado con este problema nos encontramos el de la falta de relevo generacional, reforzado por la salida de la población joven de las zonas rurales hacia las áreas urbanas en las que se concentran las oportunidades de formación y desarrollo profesional. Por otro lado, esta pérdida de pulso demográfico y económico del ámbito rural, y los propios incentivos generados por el mercado, están contribuyendo al aumento continuado de la dimensión media de las explotaciones.

El sector primario, además, cada vez es menos relevante en términos de producción y empleo en los países europeos, lo que contribuye a que la sociedad tenga un menor interés por el mismo y hasta una imagen negativa, mezclada con la idea de sector subsidiado (y contaminante). La sensibilidad para con el agroalimentario de una sociedad principalmente urbana y terciarizada no esperemos que sea demasiada.

Un problema global
Por otra parte, el mercado alimentario europeo es uno de los destinos preferidos de las exportaciones agrícolas de los países cercanos, casi todos con unos niveles de poder adquisitivo inferiores los nuestros y con ventajas competitivas concentradas en el sector primario por unos menores costes de inversión y de explotación. Estos países, con los que la UE mantiene normalmente balanzas comerciales excedentarias, solo cuentan con el agroalimentario y el turismo para compensar en parte sus balanzas de pagos.

Es lógico, pues, que sus productos entren cada vez con menos trabas a nuestros mercados. Llevan haciéndolo muchos años y lo normal es que esto siga siendo así. Hasta ahora, los productores europeos han competido con ellos a través de un sistema mixto de restricciones temporales a las importaciones, cada vez menos completo, y una mejor garantía de calidad y suministro para las grandes cadenas de distribución, con un cumplimiento de los niveles exigidos de salubridad muy elevado y con una mayor intensidad en capital.

Pero, el nuevo panorama, que exige cambios sustanciales en la agricultura europea, no se está produciendo al mismo ritmo en terceros países. De hecho, algunas evaluaciones ex ante llevadas a cabo sobre el impacto de la Estrategia de la granja a la mesa ponen de relieve que los ajustes productivos en la Unión se traducirán en una reducción de la producción, compensada por un aumento de las importaciones –y de la producción en países terceros–. Sin embargo, los efectos sobre la reducción de las emisiones (que, efectivamente, se verían reducidas en nuestro territorio) serían neutros o negativos, ya que las producciones foráneas podrían aumentar las emisiones netas. Otros resultados incluso señalan la posibilidad de convertirnos en un importador neto de alimentos, reduciendo nuestra capacidad de resiliencia estratégica. Cuestión esta que actualmente se nos está revelando como tremendamente importante.

Sumar desde Europa y ayudar a que otros también sumen
Nadie pone en tela de juicio la necesidad de lograr un modelo económico más sostenible. Ni la emergencia de reducir las emisiones de CO2 para limitar el aumento esperado de la temperatura. Es un proceso que debe ser global, que debe ser multisectorial y que exige un compromiso firme y prolongado en términos de inversiones y de solidaridad entre países. Es un orgullo que los europeos nos hayamos erigido en adalides de esta causa. Y que estemos haciendo ya algunos avances importantes en este campo. Pero tenemos que ser conscientes, a la vez, de los peligros estratégicos en los que podemos incurrir. Y del delicado momento en el que se encuentra el sector. Ya hemos visto lo que nos ha supuesto la extrema dependencia del gas natural de origen ruso o la del material sanitario proveniente de China. ¿Estamos dispuestos a que nos pase algo similar con los alimentos?

Si vamos a hacerlo, si vamos a tener la política agraria más verde del planeta, no lo hagamos a costa de nuestro sistema alimentario. Pensemos en un sistema de salvaguardias que garanticen unos niveles mínimos de autoabastecimiento, pensemos en estrategias de difusión tecnológica para que los competidores utilicen los mismos criterios y formas de producción de la UE.

Los problemas del calentamiento planetario y las emisiones son globales; de poco sirve que dejemos de emitir los europeos, para que emitan otros. Usemos nuestro poder de mercado para generalizar unos usos agrícolas y ganaderos más sostenibles y de menores emisiones en todo el mundo.

No me cabe duda de que el sector es capaz de llevar a cabo la transformación que se le exige, pero no convirtamos el posible éxito en una victoria pírrica e inútil. Repensemos los plazos si es necesario, pero, sobre todo, repensemos en inducir los cambios más allá de la agricultura europea para que estos sean realmente efectivos.

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