Artículo extraído del blog del EL PAÍS Gastro.
“Quiero unos tomates, pero con sabor”. Esta frase se repite una y otra vez un lunes de mayo a última hora de la tarde en El Colmado del Tomate, en el madrileño barrio de Chamberí. En el interior de la pequeña tienda no cabe ni una caja ni una cesta más repletas de esas frutas de un rojo intenso. Proceden de Barbastro (Huesca), Granada y Artajona (Navarra). “Todos los clientes me piden lo mismo. Es la cultura del supermercado, porque los tomates que venden ya no saben a nada”, afirma el dueño, Ígor Lorenzo, que acaba de abrir un segundo local en el barrio de Retiro. Los da a probar. El problema del sabor del tomate es que no alcance su plenitud. Por eso, en un principio, Lorenzo tenía intención de abrir un centro de maduración. “Es un delito ver cómo tratan al tomate. Se corta de la mata sin hacer y se mete en la nevera. El frío es terrorífico. Debería ser manejado como el jamón ibérico, porque es el jamón de nuestra huerta”, prosigue mientras despacha.
La temporada alta del tomate empieza ahora, con la canícula. Es el momento de recuperar ese sabor que solo unos pocos consumidores guardan en la memoria. También es clave para los investigadores de los cultivos y los expertos en la genética de las plantas. “Tendemos a idealizar el pasado. Recuerdo cuando iba con mi abuelo al bancal a recoger melones. Los cortábamos y los comíamos allí mismo. Los tengo idealizados. Pero más que el melón, lo que tengo sublimado es el momento, la experiencia unida a su consumo. Y lo mismo sucede con los tomates”, explica Santiago García Martínez, profesor de Genética de la Universidad Miguel Hernández, de Elche (Alicante). Forma parte de un programa de biodiversidad agrícola y mejora genética de variedades, que comenzó en 1998 con la recuperación de dos especies de tomates, muchamiel (que se distinguen por sus tonos verdes en la zona del cuello y rojizos en el resto del cuerpo, de piel fina y pulpa prieta y carnosa) y el tomate de pera (rojo intenso, carnoso, dulce, de forma oblonga y piel fina). Después se ha extendido al rosa de flor de baladre (de buen tamaño, carnoso, piel fina y poca acidez) y al de colgar o penjar (pequeño, de piel fina, textura blanda, dulce, con acidez equilibrada).
Los científicos buscan hoy plantas que tengan un gen de resistencia a los virus que atacan a las variedades tradicionales, asentadas en la zona en la que se han originado y que no son resistentes a las plagas que llegan de fuera. “Se mueren directamente o su producción baja por el efecto de varios virus, como el llamado mosaico, que provoca que salgan manchas en el fruto y en las hojas; el virus rizado, amarillo o cuchara, que deforma las hojas y hace que la planta no crezca, o el denominado bronceado, que lo cubre de manchas marrones y violetas. Para ellos no hay tratamiento”, advierte el profesor. Pero hay otras fórmulas para combatirlos. Se puede coger el polen de los tomatillos silvestres y polinizar la planta para introducir otros genes y que esta adquiera resistencia. No es un proceso sencillo. “Introducir un gen puede llevar entre cinco o siete ciclos [el tomate tiene dos al año, que duran unos cinco meses» Y no siempre se encuentra ese frente de resistencia al virus”, aclara García Martínez. “Los genes de resistencia, necesarios para que se puedan defender, aumentan la producción y la conservación, pero hacen que se pierda parte de la calidad del fruto”, explica.
Los tomates hoy son insípidos porque muchos son híbridos, fruto de mezclas y mejoras. “Se cambian las características para poder tener tomates todo el año. Hay nuevas variedades que no son las tradicionales, y eso hace que se pierda el sabor. Se ha mejorado en unas cosas, pero se ha empeorado en otras”, sostiene Salvador Soler Aleixandre, catedrático de Genética de la Universidad Politécnica de Valencia, que trabaja en la recuperación de las tradicionales, como la valenciana o la de penjar. En el mundo, puede haber más de 10.000 variedades de tomate. En España, entre las tradicionales y con prestigio, el profesor Soler solo contabiliza unas 30 o 40. Entre ellas, la muchamiel, el tomate de pera de Alicante, el de colgar de Castellón o el rosado. “La agricultura en España está viviendo una fuerte crisis debido a la competencia de Países Bajos y Marruecos. Y lo que la salva son estas variedades tradicionales porque el consumidor busca productos con garantías, además de ecológicos”, agrega.
La responsable del Banco de Germoplasma del Instituto Murciano de Investigación y Desarrollo Agrario y Medioambiental (IMIDA), Elena Sánchez López, contabiliza en el banco de germoplasma (un banco de semillas) 15.000 entradas de horticultura y frutales, de las que más de 3.000 son variedades de tomates. Es un trabajo que comenzó hace años, cuando un grupo de investigadores se dio cuenta de que se estaba perdiendo la variabilidad genética. Y con ella, sabores, colores, texturas y formas. Hoy cuentan con campos de cultivo y trabajan con agricultores que se dedican a la recuperación de variedades y a la agricultura ecológica. Lo que no comparte Sánchez López es la versión de que el tomate no sabe igual que antaño: “Algunos han perdido el sabor, pero no todos. Hemos hecho catas y cada persona tiene un gusto y un recuerdo”. Lo que sí tienen las antiguas, añade, es más acidez. Y lo que también sabe a ciencia cierta es que el tomate es la hortaliza que más interés despierta. “La gente está dispuesta a pagar más por un buen tomate que por un buen pimiento”, certifica.
Ese interés lo avalan los cocineros: algunos, como Pablo González Conejero, del restaurante La Cabaña Buenavista, en El Palmar, Murcia, o María Gómez, de Magoga, en Cartagena. O Juan Carlos García, del restaurante Vandelvira, en Baeza (Jaén), que, además de tener huerto, como lo tenían sus abuelos, trabaja con un hortelano para tener sus propias semillas de una variedad que se da bien en la zona, como es la del tomate carne de doncella, parecido al rosa, pero de color rojo en su interior, denso y con agua, o el Daniela, de un rojo intenso, tamaño mediano, piel fina y uniforme y acidez suave. Con el tomate hay que tener paciencia. Es un juego. “Las semillas se van cruzando y cada dos o tres años tenemos que volver a empezar de nuevo”, explica el cocinero, que vaticina para este año una buena cosecha: “Se está dando la temperatura idónea”.
En la Comunidad de Madrid, el Instituto Madrileño de Investigación y Desarrollo Rural, Agrario y Alimentario lleva años recuperando tesoros locales en colaboración con los agricultores. “Trabajamos para que los tomates tengan homogeneidad, según la normativa de la UE”, afirma Victoria Colombo, jefa del servicio de Horticultura, que enumera variedades madrileñas como el gordo de Patones, el antiguo de La Cabrera, el moruno de Aranjuez, el de Villa del Prado o el de Olmeda de las Fuentes. “Recuperamos semillas. No hacemos mejora. Y una vez catados los tomates los presentamos al registro de variedades del ministerio, en la categoría de variedades de conservación. Y después se las ofrecemos a los agricultores para que las trabajen”, explica.
Los vínculos de la ciencia con el hortelano son cada vez más estrechos, “sobre todo para combinar las variedades tradicionales con las modernas y mantener la calidad y el sabor”, según apunta Adrián Rodríguez Burruezo, director del Instituto Universitario de Conservación y Mejora de la Agrodiversidad Valenciana de la UPV. Cuando se le pregunta a qué debe saber un tomate, no lo duda: “Es una mezcla de sabores, ácidos y dulces. Es una fruta, es volátil, con un punto herbáceo. Cuando lo masticas, aprecias el sabor en la nariz, por detrás de la cavidad retronasal”, detalla el experto.
A la misma cuestión responde Antonio Ramírez, propietario de Huertos La Olmeda, en las localidades de Pedrosa de Muñó y Ros, en Burgos, donde comenzó hace 18 años a recuperar tomates y a intercambiar semillas con hortelanos de Cádiz, pero también de Francia, de Alemania y de Chile. Atesora 600 tipos diferentes y cuenta orgulloso que hace dos años ganó el primer premio en el concurso nacional del Festival de Torrelavega, con la variedad rosa zamorano, “un tomate de piel fina, con mucho jugo, poca semilla, dulzor y un poco de acidez”. Esta definición se aproxima a lo que debe saber el tomate perfecto, aunque cada uno tiene sus matices. “Ha de tener un punto de madurez, debe entrar bien por el paladar, algo que se puede perder por el cambio brusco de temperaturas”. La idónea para disfrutar de un tomate, afirma, es a partir de los 12 grados. Y lo que está prohibido es guardarlo en frío. Eso es un maltrato. “Una aberración”, subraya.
Fuente: EL PAÍS