Y pensar que aún quedan negacionistas del cambio climático… ¿qué tiene que pasar?, ¿qué les tiene que pasar? Si la historia coloca a todo el mundo en su sitio, ¿dónde va a poner a estos? Porque como se ponga a subir el nivel del mar como están subiendo las temperaturas, el 10% de la humanidad que vive en zonas costeras consideradas zona de riesgo tendrán que emigrar, y no hablamos de cualquier cosa, grandes megalópolis sucumbirían por ese “gradito de nada” de la temperatura media mundial, adiós a Nueva York, Ámsterdam, Venecia, Sidney, Miami, Los Ángeles, y muchas otras, al menos como las conocemos actualmente. Pero, ¿y la gente que se va a quedar sin agua?, y hay otra de la que poca gente habla –aún-, la que se va a quedar sin suelo. El suelo es hasta ahora ese gran desconocido, según la FAO, el equivalente al 20% de las personas con hambre en el mundo, lo son a causa de que no tienen acceso a la tierra y el 50% de los hogares del mundo con dificultad para satisfacer su demanda de alimentos, son pequeños agricultores. Actualmente cerca del 40% de la superficie arable del planeta está expuesta a la degradación del suelo y la desertización, mientras que la demanda de alimentos y recursos hídricos aumenta, cada año se pierden entre 5 y 7 millones de hectáreas (si, millones) de tierras cultivables debido a la degradación del suelo.
El suelo es un recurso finito, y de él depende que se produzcan alimentos, que se secuestre carbono (reducción de gases de efecto invernadero), que se conserven el equilibrio y las medias estacionales, que se recarguen los acuíferos, que se preserve la biodiversidad, que funcione el ciclo del agua, etc. Más allá de los negacionistas del calentamiento global, preocupa que aún haya empresas, algunas del ámbito agropecuario, que tienen una gestión del suelo ineficiente o negligente. Considerar un “coste” la mitigación del impacto ambiental y la preservación de zonas de refugio o “buffer” en las explotaciones agrícolas, es un error de bulto, pan para hoy y hambre para mañana. Parece más barato talar y arar, arrasar un monte y entrar con los tractores, pero es todo lo contrario. Cuando ese suelo se pierda y las inversiones ya no produzcan retornos, cuando no haya una capa vegetal que frene las avenidas de agua y los torrentes destrocen poblados e infraestructuras, cuando la desertización genere una bolsa de pobreza y emigración que antes no existía, ¿quién pagará por eso?, ¿de dónde saldrán los recursos?
Si alguien piensa que lo que digo aquí no tiene nada que ver con el invierno tan atípico que hemos vivido en 2015/16, con que se hayan tenido que destruir lechugas en febrero pero no habrá suficientes en marzo, con que la fresa haya roto el mercado a principios de febrero y no en abril como es habitual, con que tenemos un 10,5% menos de agua embalsada respecto del año pasado, con cuencas por debajo de la media decenal como el Guadalquivir, el Tajo, el Júcar y el Segura. Pensar que son datos inconexos, habrá que hacérselo mirar. Y de lo macro a lo micro, para muestra, un botón. Este fin de semana hice senderismo por Cuenca, cayó una buena nevada por fortuna, pero esos montes, botellas de agua vacías, sacos de pienso, bandejas de poliestireno de semilleros, latas de bebidas, envoltorios de golosinas… no aprendemos. España es el país europeo más expuesto a la desertización y cualquier cosa que hagamos por evitar degradar los suelos, buena es. Podemos ir a conferencias y seminarios, hablar y filosofar sobre los cultivos de cobertura, la labranza mínima, los perímetros verdes, las zonas de refugio, etc., pero algo tan sencillo como ir al monte y dejarlo como si no hubiéramos ido, algo tan básico como no dejar plásticos ni poliestireno a la intemperie y llevarlos a los puntos limpios (sueño con el día en el que se prohíba en toda Europa el poliestireno, el corcho blanco), algo tan agradecido como reforestar zonas degradadas, no lo conseguimos. Empecemos al menos por tener una planta en una maceta. Nuestros pulmones y estado anímico lo agradecerán.