Cinco conclusiones personales sobre la inflación alimentaria
La subida de los precios de los alimentos está suscitando un gran debate, después de conocerse los últimos datos correspondientes al mes de enero de 2023, con un aumento general del 15,4%, que ha dejado el IPC en el 5,9%. Este no es un fenómeno hispánico-español. Para compararlo, tomaré como referencia los datos del mes anterior, con un comportamiento muy parecido. El IPC interanual de los alimentos en España había subido en diciembre 2022 un 15,9%, mientras el IPC general estaba en el 5,7%. La media de la eurozona estaba en un 16%, con Portugal en el 19,9%, Alemania en el 19,5% y Francia en el 12,9%
Según comunica el Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, los precios pagados por los bienes y servicios adquiridos por los agricultores y ganaderos han subido del orden del 40%, el doble que el de los precios que han percibido.
Por otro lado, la producción final agraria se ha visto este año mermada en muchos sectores por una acumulación de efectos climáticos, desde la sequía en el olivar a heladas tardías en frutales. Esta menor producción se refleja en mayores costes de producción y en alza de los precios de venta por los productores.
Primera conclusión: la “culpa” no es de los agricultores y ganaderos.
Como ha demostrado el Banco de España en un estudio publicado este mismo mes de enero, no ha habido una subida de márgenes generalizada en el comercio.
No hay ni monopolio ni oligopolio en el sector de la distribución alimentaria en España, por la gran cantidad de cadenas que compiten en el mercado. Lo que sí hay son dos fenómenos: el “efecto imitación» y el “efecto coste de reposición”. Aunque a veces se cite la literatura académica al respecto, esta está esencialmente basada en el caso de los Estados Unidos, con una distribución espacial de las tiendas muy distinta (centros comerciales allí, comercio de proximidad aquí) y un grado de competencia entre empresas mucho más reducido.
“Efecto imitación”: Debido al desequilibrio de poder en la cadena alimentaria, cuando una cadena es capaz de ofrecer un producto en oferta a un precio muy atractivo para el consumidor, las restantes cadenas ponen bajo presión a sus suministradores para conseguir condiciones similares, y si posible mejores. No hace falta un acuerdo entre las cadenas para bajar simultáneamente los precios a los que compran los productos. Basta con mirar al vecino.
“Efecto reposición”: En situaciones de alza de precios, el supermercado adquiere una partida a un precio superior al de la partida anterior que todavía está en parte en el almacén, para evitar ruptura de existencias. Si la competencia entre distribuidores lo permite (pero todos están en la misma situación), ante la incertidumbre del precio al cual van a poder conseguir el próximo pedido, ponen en venta el producto al precio de la partida recientemente adquirida, superior, incluso las existencias en almacén adquiridas anteriormente. Por esto los precios suben en la tienda con bastante celeridad.
“Efecto reposición”: En cambio, en situaciones en las que los precios están bajando, la partida recién adquirida es más barata que los productos que están en almacén. Si hicieran lo mismo que cuando los precios suben, los distribuidores sufrirían una desvalorización de sus existencias; en la medida de lo posible, y siempre que la competencia entre ellos lo permita, demoraran la baja del precio al consumidor. Por esto los precios tardan en bajar más que en subir, como ratifican numerosos estudios entre otros los de la Comisión Europea
Es verdad que la moderación salarial, al ser un sector muy intensivo en mano de obra, ha tenido un efecto limitante de la subida de los costes, pero en general los costes logísticos y de distribución se han visto también afectados por la subida de los costes energéticos.
Segunda conclusión: tampoco, los distribuidores son los “culpables” de la inflación alimentaria.
Nos hemos olvidado completamente de las manifestaciones en todo el territorio nacional de los agricultores y ganaderos, pidiendo precios “justos” para el campo, antes de la crisis de la covid, a finales del año 2020 y principio del 2021. Como resultado de estas movilizaciones, se modificó la ley de la cadena alimentaria obligando a que el comprador de productos agrario tenga que pagar un precio superior al coste de producción. Esta misma exigencia ha sido expresada por el sector del transporte terrestre.
Independientemente de las (muy lógicas) dudas que puedan generar conceptos como “precios justos” o “cubrir costes de producción” e incluso la propia aplicabilidad de la ley y de su control, esta ley refuerza la posición negociadora de los productores agrarios.
Tercera conclusión: Esta subida de los precios agrarios y alimentarios incorpora un “efecto recuperación” tras largos años de desvalorización.
Los agricultores y ganaderos deben pagar salarios, y ofrecer condiciones de trabajo dignos a sus trabajadores. Deben además producir de una manera cada vez más respetuosa con el medio ambiente y el bienestar animal. Un producto digno ha de tener un precio digno.
Cuarta conclusión: no hay agricultura verde y sostenible socialmente en números rojos.
Al mismo tiempo, esta nueva situación de precios genera grandes dificultades a una parte creciente de la población, que no se ha recuperado todavía plenamente de la crisis del 2008 y/o que ha padecido las consecuencias de la crisis del covid. El aumento de las desigualdades sociales está marginando a una parte de la población y laminando la clase media.
Quinta conclusión: hace falta políticas activas pero selectivas que aborden esta desigualdad. La solidaridad nacional ha de manifestarse apoyando específicamente a los que lo necesitan.
Por esto iniciativas como las de un cheque de 200 € para aquellas familias por debajo de un determinado nivel de renta me parecen ir en la buena dirección.
En cambio, subvenciones indiscriminadas como las que se ofrecieron en su momento para la gasolina, son difícilmente éticamente justificables, aunque sean muy oportunas y útiles políticamente. Extender este modelo a productos alimentarios sería a mi juicio un error económico y, lo que es aún más grave, ético.
En vez de inventar un nuevo mecanismo, indiscriminado, con todos los problemas y costes de implementación que ello supone, me parecería mucho más sensato aumentar la cuantía del cheque antes mencionado y/o aumentar la población potencialmente beneficiaria.