¿Y si el incremento de costes llevase a una reducción en la producción de hortalizas?
Roberto García Torrente, Innovación Agroalimentaria Cajamar Caja Rural.
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Durante los últimos meses, estamos asistiendo a una ruptura en las cadenas de suministro de muchas materias primas, que está provocando alteraciones significativas sobre la oferta de productos disponibles.
En primer lugar, fueron los reajustes productivos provocados por el COVID-19, que llevaron al cierre de muchas plantas industriales ante las expectativas de no poder rentabilizar su actividad. De esta forma, se ha incrementado espectacularmente el precio del acero, los tiempos de espera para muchos componentes electrónicos se han alargado durante meses, y hay dudas de que en los momentos del año de mayor consumo podamos disponer de algunos bienes a los que estábamos acostumbrados, como son los juguetes o la ropa. En la misma medida, la oferta de transporte marítimo se ha reducido considerablemente y los precios han aumentado de forma exponencial.
Paralelamente, los precios de los combustibles fósiles, y muy especialmente el gas natural, también han experimentado grandes subidas, llevando a un encarecimiento de los costes de producción para muchas industrias, algunas de las cuales han reaccionado paralizando su actividad a la espera de una vuelta a la normalidad. En esas circunstancias nos encontramos, por ejemplo, a una parte importante de los fabricantes de abonos nitrogenados.
Todas estas situaciones están afectando, indudablemente, al sector agroalimentario. Tradicionalmente, uno de los principales factores de producción como son las semillas mostraban un proceso inflacionario medio anual de un 5%.
«Fabricantes de abonos nitrogenados han paralizado su actividad a la espera de la vuelta a la normalidad»
En los últimos tres años el factor que más se había encarecido había sido la mano de obra. Los sucesivos incrementos del salario mínimo interprofesional han provocado un aumento de los costes laborales del 30%, valor que es muy relevante en aquellas producciones con mayores necesidades de mano de obra. En el caso de la horticultura de invernadero, estos costes suponían más del 40% del total, con lo que, actualmente, se han situado casi en el 50%.
Durante la pandemia se tuvieron que adoptar medidas excepcionales que han terminado por transformarse en estables, suponiendo un mayor esfuerzo de las empresas para asegurar la salud de sus trabajadores. Y este último año, el sector agrario y, con mayor intensidad el hortícola, están viviendo una tormenta perfecta.
El aumento del precio de la energía ha hecho subir de manera muy significativa los costes de los plásticos, de los fitosanitarios y del agua. Pero la paralización de las fábricas de fertilizantes está llevando a una espiral ascendente del precio de los mismos sin que seamos capaces de saber cuándo se estabilizarán y si, en algún momento, volverán a los niveles anteriores a la pandemia.
En estas circunstancias, producir actualmente un kilogramo de tomate, pimiento o pepino puede llegar a ser un 30% más caro que hace tres años. La pregunta inmediata que nos surge es: ¿han sido capaces los agricultores y sus empresas de trasladar estos incrementos hacia sus clientes y hacia los consumidores? ¿O al menos compartirlos? Me parece que la respuesta es, por desgracia, negativa.
Y ante una situación similar, otros sectores han optado por cerrar sus centros de producción y esperar mejores tiempos para reiniciar su actividad. ¿Qué ocurriría si los agentes del sector agroalimentario adoptasen decisiones similares? ¿Tendríamos hortalizas y alimentos para todos?