La necesaria simplificación de la reglamentación
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Como ya dijimos en un post anterior acerca de la iniciativa del Ministerio en torno a la futura estrategia nacional para el sector hortofrutícola, todos los grupos de trabajo (y muchos participantes en la Jornada organizada en el marco de Fruit Attraction) coincidieron en que era necesario la actuación de la Administración en cuestiones como la simplificación, la seguridad jurídica, la armonización de criterios y la revisión de los criterios de reconocimiento. Alguno incluso llegó a decir que se echaba a temblar cada vez que oía a la Comisión “amanazar” con que iba a intentar simplificar, porque las cosas acababan al final más liadas que al principio.
Nadie puede estar a favor de una reglamentación más compleja. Fernando Miranda, sin embargo, tuvo la valentía de recordar que, con lo que está cayendo (felizmente no en el sector agrario principalmente), las administraciones públicas están obligadas y conducidas a demostrar que hacen el mejor uso posible de los fondos públicos que manejan, que adoptan todas las medidas de control necesarias para poder dar el máximo de garantías de su correcto uso. El uso de fondos públicos estará pues siempre ligado al respeto de una serie de obligaciones reales y formales y a un procedimiento de inspección.
Me parece útil, primero, intentar definir qué debemos entender por “simplificación”: ¿Hacerle la vida más fácil a los operadores, a las administraciones de gestión, a la administración comunitaria? ¿ Disminuir el número de reglamentos aunque sea a cambio de aumentar la extensión de los que quedan?
No hay que confundir “simplificación” con “simplismo”. El eliminar las normas de comercializacion de ciertas frutas y hortalizas ha representado una simplificación de la normativa comunitaria pero no ha facilitado la vida de los operadores económicos que se han visto únicamente confrontados a las distintas normas privadas de los diferentes operadores comerciales.
El eliminar los certificados a la importación de manzanas, en contra de la opinión de los propios importadores y países terceros exportadores, es una simplificación, cierto, pero también una disminución de la transparencia del mercado. Los exportadores, chilenos en particular, todavía recuerdan aquella campaña nefasta en la que varios de ellos se arruinaron por la deficiente información existente sobre los volúmenes realmente importados, o en vías de ser importados, por la Unión Europea.
El “simplificar” la importación de ajos en la Comunidad puede tener consecuencias importantes para los productores comunitarios y la hacienda europea que puede perder unos ingresos aduaneros importantes, como la larga lista de fraudes descubiertos en el pasado nos ha enseñado.
¿Quiere esto decir que no hay nada que hacer, a corto, medio y largo plazo? Por supuesto que no, pero hay que conocer los límites del ejercicio.
En los debates, en los grupos de trabajo primero, y en la Jornada luego, dos ideas han emergido con fuerza y me parece que tienen sentido.
La primera es trabajar para una mayor “armonización de criterios” en la interpretación de las normas comunitarias por las distintas Comunidades Autónomas. Aprendiendo de las buenas prácticas de unos y de la experiencia de otros, sería un primer paso útil y necesario.
La segunda es limitar la interpretación retroactiva de la reglamentación comunitaria. No es tarea fácil, pero sigue siendo necesaria.
Chocan dos lógicas entre las cuales hay que encontrar un punto de equilibrio.
Por un lado, las Administraciones son responsables del correcto uso de los fondos públicos en general, y los comunitarios en particular. Es lo que se llama en el horrible jergón comunitario una “gestión compartida”. Siempre tiene que haber un cierto margen de interpretación y flexibilidad para tener en cuenta las realidades locales y los acontecimientos imprevistos e imprevisibles. Algunos años más tarde, los inspectores de la liquidación de cuentas realizan sus inspecciones para comprobar que todo se ha hecho según las normas. Este procedimiento responde a la lógica voluntad de responsabilizar cada eslabón de la administración ante el objetivo de correcto uso de los fondos públicos.
Pero por otro, asistimos al “espectáculo” de unos inspectores que vienen, cuatro o cinco años más tarde, reinterpretando la reglamentación de una manera diferente a como se interpretaba, con total buena fe, cuando se implantó. ¡Si todos nosotros hubiéramos sabido hace 5 años lo que sabemos ahora, seguro que habría muchos errores que hemos cometido que no hubiéramos hecho! ¿Quiere esto decir que hemos actuado con mala fe?
Este terror a la interpretación retroactiva paraliza las admistraciones y empuja, cada nivel, a adoptar interpretaciones más restrictivas. La norma comunitaria se transforma en norma nacional más rigida y norma autónomica aun más severa. El resultado es una compeljidad práctica para el último de la fila, el beneficiario, que tiene que poner en práctica la normativa y calmar las angustias (desgraciadamente demasiadas veces justificadas) de los organismos de gestión y control.
Ejemplos como la gestión medio-ambiental de los embalajes o la externalización de actividades de la OP pueden ser de botón de muestra pero hay, desgraciadamente, muchos más.
Simplificar, de verdad, exigiría establecer un principio claro: si una administración ha actuado de buena fe (y le tocaría el turno a la administración comunitaria la carga de la prueba de la mala fe), no puede haber interpretaciones retroactivas. Las nuevas interpretaciones, más certeras muchas veces en base a la experiencia acumulada, son de aplicación a partir del momento en que se han consensuado y para los programas futuros, no los aprobados y gestionados anteriormente.